sábado, 20 de octubre de 2007

Fin de semana y el escape

Han sido un par de semanas agotadoras, y esa es la única razón por la que he dejado de escribir. La falta de tiempo hace que tu cabeza deje de preguntarse por pensamientos divergentes que no tienen nada que ver con tu trabajo, y el cuerpo cansado por la jornada vence cualquier intención de pensar en las palabras correctas para un diario secreto. Hoy me desquito, y escribo para mí, y para la gente que me lee en Perú y Chile de vez en cuando.

Y bueno, el jueves tuve que pasar la noche en vela por un trabajo que dejó de funcionar a las 11.59 pm. Me empezó a funcionar a las 6 am y la entrega era a las 9. La ausencia de sueño, combinado con toda una semana de trabajos hasta entrada la noche, terminaron por crear en mi mente una especie de malparidez cósmica que me hacía irritable y suceptible a buscar rabietas. Un viernes sin ganas de entrar a clases y sueño en cada silla con espaldar, y sin embargo el espíritu de las salidas de los fines de semana seguía latente. Dormido, cansado, con un libro de 3 kilos en mi espalda y con una modesta cantidad de dinero, dejé de asistir a la clase de la tarde con la excusa de regresar a descansar a mi cama. Incluso llamé a un amigo para que me acompañara a tomar un par de cervezas. Cuando me despedí de mis compañeros y me disponía a tomar el bus, me dí cuenta de que no era justo de que no me saliera con las mías durante tanto tiempo. Llamé a mi amigo y me inventé una excusa para abandonar mis propósitos iniciales. Me dolió en el alma mentirle, pero era de esas cosas que tenía que hacer.

De repente la mochila me pesó menos, y el clima me importó poco. Llueve mucho en Bogotá por estos días, y con los pies fríos y mojados me decidí a seguir mi ruta secreta: caminar hacia el centro sin rumbo.
Ahora que lo pienso, mi fascinación por el centro parece ser algo sin sentido para la gente con la que hablo, pues el centro para un ciudadano común es un lugar más y poco atractivo. Para mí representa algo especial, pero es especial porque es secreto. Mis incursiones solitarias hacia la zona más congestionada de la capital son las de un mochilero en un país nuevo, y a este lugar por el que miles de personas pasan todos los días a toda hora lo tengo en mi corazón como mi zona de escape privado. Es también la certeza de no encontrarme con alguna cara familiar la que me permite deambular sin destino y con todos los caminos a mi favor. Al principio de la semana me había inventado ya un dolor de estómago para caminar las hermosas arquitecturas de las casas antiguas que están sobre la vía principal en la entrada del centro, pero esta vez fue especial por la ira acumulada y la falta de tiempo propio.
Mi mente vagabunda se encargo de que mi cuerpo sin sueño retomara la vitalidad de siempre, y en el lugar de mis caminatas furtivas prendí el cigarrillo que sólo en ese lugar enciendo, al principio del camino que sólo yo recorro. De repente se hizo evidente mi ezquizofrenia cuando uno de mis sujetos recordó que había entrado al Museo Nacional y de que ese viernes se inauguraba una nueva exposición temporal. El otro sujeto me regañó por pretender internarme en un museo cuando los viernes es de fiesta y alcohol, mientras que yo tenía la intención de uno de los planes más geeks del mundo. Sin embargo, cuando recordé que era una exposición de cine no hubo segunda opción más que correr de inmediato aunque el cielo pintara para derrumbarse sobre las calles.
Bastaron dos cigarrillos, y un poco más de 30 minutos para llegar a la antigua cárcel de la capital que alberga las colecciones más importantes del país. El Museo Nacional siempre ha sido un lugar donde me siento cómodo y el cine es una de esas cosas que me llenan el hambre de historias, así que la combinación fue perfecta para soltarme la mufa de la semana. A la entrada estaban unos argentinos con una guía turística, y en la tiquetería unos gringos algo amargados. Extraño observar un extranjero fuera de las playas, pero reconfortante de espíritu.
Pagué la admisión, dejé mi pesada carga en el guardaropa y me sumergí en la historia del cine colombiano. Es una de esas experiencias reveladoras y educativas. Siempre he sido un amante del cine clásico a blanco y negro, y de las obras más tempranas del séptimo arte. Creo que debido a la falta de competencia, las primeras obras contaban con la misma calidad del teatro, y los directores se esforzaban por concebir verdadero arte visual. Fue bastante grato encontrarme con imágenes que se confundirían fácilmente con cualquier puerto europeo a no ser por la frase "miss colombia 1923", y aunque creo que no era ese el año, parecía la celebre grabación de la despedida del Titanic.
En fin, me encontré con un viaje por la historia y por los personajes y lugares que la hicieron posible (http://www.museonacional.gov.co/cine.html). Ahora el hambre por más de lo que presencié me ha devuelto la chispa que a veces me nace por las formas de arte que se me aparecen. La biblioteca de mi universidad es una de las más completas de latinoamérica pero no tiene las películas de Carlos Mayolo que busco, por lo que la búsqueda apenas comienza.

En fin, otro escape exitoso y gratificante que se suma a otras cuantas pequeñas victorias en mi lucha contra el mundo de la sociedad obtusa y la falta de tertulia.

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