domingo, 22 de noviembre de 2009

Primera foto: Flaneur e Infancia

Todavía el sol se reflejaba en los vidrios de la ciudad. “En Bogotá, los muertos no reviven”, pensó. Cansado de malgastar las pocas neuronas que tenía en estudiar abstracciones matemáticas que no le arreglaban nada en la vida, decidió caminar sin rumbo en la ciudad, como hacía cada vez que tenía un momento de lucidez o siempre que sentía que debía alejarse de la rutina académica para encontrarse consigo mismo. Era un tipo alto, delgado y en exceso despeinado. Su postura nunca era la adecuada y su piel era el reflejo fiel de una raza mestiza: un zambo de ojos dormidos y expresión seria, de labios gruesos y de una envejecida mirada obtenida por exceso de reflexiones y falta de sueño. Tenía la altura necesaria para distinguirse en la multitud, y una miopía permanente le encarceló los ojos en vidrio. Con ese semblante siempre parecía mantener una distancia inicial a primera vista, aunque desarrolló con el tiempo una empatía especial para poder conversar con cualquiera. “Cuestión de retórica” decía cada vez que le preguntaba como hacía para lograr ciertas cosas o cuando decía el apunte perfecto para hacer reír a su público. Igual sufría de exceso de pensadera, de paranoia política, de mamertismo seudointelectual, de idiotez burguesa, de mala memoria, de fiebre de fútbol y de dolor de espalda.


Siempre iniciaba sus caminatas en un parque, así que mantuvo la tradición y al lado de un arbusto compró un cigarrillo. Nunca fumaba, pero sentía que caminar y fumar era bueno para la salud, la nicotina funcionaba como aceite para la cabeza, y los pensamientos salían sin rechinar, chocándose contra el asfalto y las multitudes de las calles del centro.


Le gustaba observar. Utilizar sus ojos para encontrar los detalles del mundo que la mayoría ignora por la falta de tiempo o por la ceguera crónica que parecía caracterizar a la gente de su tiempo. Observaba los jardines, observaba los colores de las bufandas, la mágica forma de cruzar los semáforos de los perros callejeros, la forma de caminar de las abuelas olvidadas, los ojos de los enamorados, las medias de las secretarias, los movimientos de militares mirando el culo de las mujeres de manera militar, los zapatos de los lamebotas, los colores de las nubes, las desagradables crías de palomas, los ancianos cogidos de la mano, las muecas en el teléfono de señoras cuarentonas que solo saben gritarle a la tecnología, los colores de la piel, el grafiti contra la dictadura. Se llenaba a diario de fotografías mentales que archivaba juiciosamente como no hacía con otros conocimientos prácticos del día, igual que disfrutaba de la fotografía y el cine, aunque nunca sabía con certeza en que parte del calendario habitaba. Al caminar dejaba que sus pensamientos tuvieran una efímera vida, y aunque corta, eran al menos libres de nacer fuera de un sistema cuadriculado y eficiente.


“En Bogotá los muertos no reviven. La ciudad no tiene alma de fiesta, no hay comunión con el más allá. Si estuviera muerto no aparecería por acá, no vale la pena el esfuerzo. Tal vez en la costa, o en un lugar más caliente donde se tome más ron”. Estaba orgulloso de no haber nacido en ese lugar. Se aferraba a los quince días que duró la estadía de su madre después de que lo parió sin anestesia en Pereira, la trasnochadora, querendona y bohemia, por un capricho de su padre que quería un hijo nacido en su misma tierra. Del lugar en el que nació solo le quedó el apellido, un gusto por las arepas, una excusa para negarse cachaco y una forma de hablar que mezclaba el acento cafetero de su padre con las relajaciones léxicas del acento costeño de su madre y la formalidad del hablar de los niños pudientes con los que se crió en el colegio. Recordaba esto mientras aspiraba a medias el humo del cigarrillo que no sabía sujetar. A pesar de la falta de pasión, la ciudad le parecía imponente, un escenario perfecto para Poe y Keats, un destilador de grises, de edificios altos y aire delgado, un lugar donde se reunían culturas de ambos océanos, de sonidos fuertes y pretensiones europeas, un buen lugar para ser fantasma. El centro le parecía mágico, sentía que viajaba en el tiempo al caminar por sus calles, pensaba que podría vivir en un lugar así, de café en café, dejando el ritmo cosmopolita para el resto de barrios.


Mientras sentía el espeso y frío aire de la ciudad, intentó recordar su vida para encontrar las contradicciones primeras que lo volvieron un sabueso de lo cotidiano encerrado en una jaula de trivialidad. Su recuerdo más antiguo era él corriendo detrás de una pelota azul. Estaba en un overol café, y tenía el cabello rizado y largo, aunque no estaba seguro si era un recuerdo propio o una de esas imágenes que había visto en alguna fotografía y la imaginación forzó a tatuarla como recuerdo.

Nació en una época donde mostrar el ombligo todavía era pecado. Se imaginaba a los curas mojigatos de los años ochenta combatiendo los demonios corporales de la revolución sexual tardía de Colombia. “Es pecado también mirar el ombligo. Hay que tener especial cuidado con aquellas mujeres que, buscando la perdición del prójimo, se dejan poseer por demonios y fantasmas libidinosos y mantienen la maldad al descubierto. Es un agujero negro que succiona toda la vergüenza y la desfachatez de la perversión humana, dejando por el piso toda la moral y las buenas costumbres de una sociedad de bien. Una mujer que lo insinúa está jugando las cartas con el diablo. Los tiempos modernos trajeron consigo la perdida del temor a la desnudez y poco a poco el infierno atenta a nuestros jóvenes (¡Amén!, padre). Es un punto de fuga, una inflexión lumínica que atrae la visual con una bala de culpa que se dispara directo al alma. Porque si bien el cristiano bautizado de bien es por naturaleza inocente, cuando el mal arrastra sus sentidos la debilidad de la carne sale a flote. A partir de ese punto, esa referencia inicial, todos los demás pecados corporales se hacen explícitos y más notables. La vista se fija en otras prominencias que deben evitarse (Amén)...”. Veinte años después, cada vez que su novia se estiraba para bostezar y el agujero del mal aparecía, pecaba de pensamiento para entrar unas cuatro eternidades en las tinieblas, y aunque solía pensar que nació en el tiempo equivocado, al menos la idea de poder ver ombligos le calmaba la onda retro.

Su infancia temprana fue feliz. O al menos eso creía recordar, y los dos álbumes gruesos de fotos de su infancia que mantenía su madre debajo del mantel de una pequeña mesa circular que le servía de altar parecían confirmarlo. Las fotos de sus rizos tempranos aparecen en centenares de instantáneas, donde un pequeño niño moreno con una sonrisa hace piruetas y muecas. Su cara cambió bastante con el pasar de lo años, y su mueca se hizo diferente y macabra a veces. Tenía muchas fotos con niños que no conocía, aunque en el jardín hizo una amistad que le había durado toda la vida, un Montoya desdeñado y de andar cansino que seguramente asistiría a su funeral. Su hermana nació cuando él tenía tres años, y lucho desesperadamente por la hegemonía de los derechos del hijo como cualquier par de hermanos suele pelearse, aunque ella mantuvo siempre una agresividad al responder, un carácter volátil y difícil de manejar, mientras que él se mantuvo relajado e indiferente. Para cuando estaba en edad de entrar en un colegio grande, su madre convenció a su padre de sentenciarlo a 10 años de estudios forzados en uno de los mejores colegios de la ciudad, donde se vería obligado a compartir el crecimiento y la pubertad con otros niños de su edad, pero nacidas en las cunas de oro de la clase alta bogotana. Desde muy temprano se dio cuenta de que no encajaba del todo bien, y comprendió rápidamente la preocupación constante de sus padres para continuar sus estudios.

A sus ocho años, su padre lo inscribió en la escuela de fútbol de Santafé para realizar su sueño de hacer un hijo futbolista. Aunque falló completamente, hereda una afición desmedida por el deporte y logra darle la mano a Adolfo “El Tren” Valencia, que para la época representaba la cúspide del fútbol, el perfil griego del gol, el dios de la esférica. Una vez que sus formadores dieron cuenta de su anatomía de pensador y no de deportista, fue el final de las aspiraciones de gloria.

Su vida en el colegio es completamente correcta. La estricta disciplina de su madre, la educación de los padres agustinos, y la falta de otras actividades adicionales, hicieron de él un estudiante de buenas notas. Sus padres sufrían de la paranoia de las personas que vienen de otras regiones para la capital: cada segundo por fuera del interior de las cuatro paredes propias es un segundo más cerca de ser robado. Con este axioma fue adoctrinado y por mucho tiempo no conoció otro lugar que su habitación, y sus únicos amigos fueron los que hacía estudiando. Nunca tuvo un mejor amigo, un único sujeto con el que mantuviera conversaciones interminables, sino que fue cambiando de amistades cada vez que veía necesario no estar solo leyendo historias de Julio Verne.


Al caminar, la gente no se fija demasiado en los demás. Caminar en una multitud es más solitario que caminar en el desierto. Rostros desconocidos, conversaciones recortadas, y ojos evasivos es lo que encontraba a su paso. Él siempre buscaba el contacto visual, intentaba buscar un rostro que mereciera la pena recordar, un espejismo de sensatez en la córnea de alguien. Con la repetición se dio cuenta que las personas simplemente existen en pequeñas burbujas aisladas de dos brazos de largo, y la mayoría de sucesos afuera de esa burbuja no tiene relevancia a la hora de tomar decisiones. Se sentía cómodo así, anónimo en medio de las burbujas, y eran solo sus ideas y el asfalto y el sonido de sus pasos.

En su obsoleto reproductor de música empezó a sonar Bessie Smith mientras los oficinistas salían por montones a buscar transporte público. El blues más clásico, por sobre otros géneros musicales, lograban afectarlo punzantemente, en especial en esos momentos en que vagaba solitario sin rumbo.


Nobody knows you when you down and out

In my pocket not one penny

And my friends I haven't any

But If I ever get on my feet again

Then I'll meet my long lost friend

It's mighty strange, without a doubt

Nobody knows you when you down and out

I mean when you down and out


Sentía que pertenecía a alguna secta especial cada vez que sucedía aquellos momentos. ¿Cuántas personas en la ciudad estarían escuchando música de 1930 en ese instante? Eso no lo hacía mejor que nadie, pero sentía que tenía algún mérito el mantener la inquietud por conocer esos pequeños tesoros que se lleva el tiempo, experiencias sensoriales reservadas para los dementes, además sabía que con ese tipo de elecciones se alejaba de cualquier subcultura o medio masivo que definía las acciones de personajes con menos temperamento. Se imaginaba a Bessie con la orquesta detrás y trescientos negros vestidos de paño apretados en un teatro oscuro, mientras ella gritaba su melancolía bajo unos antiguos reflectores eléctricos primitivos que parecían un paraguas al revés. Las mujeres asintiendo (you are damn right Mama!), y los hombres secándose el sudor bajo el sombrero con pañuelos blancos.

Recordó entonces el importante papel de la música en su vida. Su iniciación con la música fue precoz. Sus padres le pidieron elegir entre el fútbol y la música, y así se decidió que ingresaría a un conservatorio clásico. Aunque al principio se trataba de una actividad adicional normal, con el tiempo se convirtió en una de sus pasiones más fuertes. El único signo de rebeldía de toda su crianza lo tuvo allí y fue elegir un instrumento de interpretación. Mientras sus compañeros buscaban aprender violín o piano para mantenerse en el sistema, el decidió tomar un saxofón, que para el contexto de la música clásica significaba salir de los estándares sinfónicos y convertirse en un renegado musical. Se sentía orgulloso, podría ser la rebelión más tonta de la historia de la humanidad, pero era una batalla ganada para un niño normalmente resignado a tomar la opción más segura y socialmente aceptada. Tuvo su primera presentación en público rápidamente, tocando una sencilla melodía antes sus compañeros de primaria, y le dieron un cartón con una felicitación que aún conserva en una de las paredes de su casa. A partir de allí, empezó una pequeña carrera en el circuito de los actos culturales de los colegios de la ciudad. No era de los que les gustaba llamar la atención, pero aprendió rápidamente a perder el miedo a públicos numerosos de hasta unos miles de almas poco concentradas en su música. La reputación de músico que ganó le permitió zafarse de clases aburridas para pasar tiempo con su profesor de música y con los otros miembros del séquito musical juvenil. Se volvió natural en los escenarios, y empezó a desarrollar esa facilidad para dirigirse al público que algunos parecen forzar durante años.


Empezó a cantar en la calle. La gente empezó a mirar hacia otro lado, esperando que al ignorarlo desapareciera. “En Bogotá los locos somos fantasmas, y los muertos no reviven”.