sábado, 28 de febrero de 2009

Febrero

Hacía mucho tiempo que tenía aplazada la escritura. Supongo que he estado sumergido por demasiado tiempo en el mundo de las cosas, de la rutina, de la vida académica, y a pesar de todo esta vez, seguramente por haber logrado superar una franja de prolongada angustia y gritos de soledad, siento que estoy, al menos parcialmente, tranquilo con la forma en la que ha llegado a manifestarse mi existencia. En este intervalo estoy más ocupado que en cualquier otro momento de mi vida, y sin embargo, siento que he tenido más espacio para ser lo que soy sin ocultárselo a nadie. He descubierto que la felicidad no es más que la posibilidad de tener un lugar para ser. No creo que halla llegado a un estado de felicidad, tal vez el adjetivo es demasiado directo y utópico, además de que suena a los odiosos libros de autoayuda, pero creo que estoy experimentado un nuevo y renovado momento de paz, de aparente ausencia de malparidez existencial, de claridad mental. Tal vez simplemente me cansé de sonar tan Emo. 


Asumo que es probable que me esté volviendo viejo, y los caprichos y problemas que agobian a la juventud están lejos de mí (ahora parece que puedo decir juventud y creerme del otro lado), aunque al mismo tiempo están bastante cercanos, pero ahora simplemente los veo de otro modo. Diría que la dinámica es bastante clara: cada vez que me sumerjo en la rutina, en la ocupación, en la falta de necesidad de pensar, me envuelve una sensación de angustia, de vacío, una sensación que muestra lo absurdo de estar completamente alienado por entes externos a mi propia voluntad. Así que grito, escucho blues, fumo, aceito las neuronas, flaneureo, me distraigo, dejo volar la imaginación, y encuentro la falta de sentido en las cosas que solían ser importantes en otro tiempo. Este ciclo se repite sin cesar, y cada vez que me muevo de un lugar a otro, dejo de escribir, dejo de gritar, porque es un grito para mí interior, una rabia con mi falta de fortaleza, una protesta contra mi propia inseguridad, y que no encontrará respuesta en un lugar sin escuchas. Sin embargo, ahora me siento relajado, los demonios internos han hecho tregua con mis ganas de dormir, me concentro como nunca en terminar lo que empecé sin demasiado criterio hace algún tiempo, y dejo que Alonso Llosa viva fuera de la pequeña interfaz negra de letras blancas en la que suele apenas respirar un par de veces cada mes. 


He llegado al punto en que soy uno solo, y he fracturado la máscara que representaba la ambigüedad de mi existencia. Creo que acepté de una vez por todas que no vale la pena ocultar ciertas aficiones al mundo, y que el mundo es el que se debe acostumbrar a mis desvaríos. Supongo que ha sido todo un proceso: reconocer los errores, reconocer la máscara, reconocer la existencia de la inquietud que me domina, reconocer la falta de libertad a la que me someto, reconocer la soledad que sólo la inquietud trae, reconocer la existencia de la máscara, reconocer que soy uno solo a pesar de todas las encarnaciones que me inventé. Aunque ha sido un descubrimiento solitario, debo reconocer la ayuda que brindó la existencia de personas que me permitieron encontrar oídos receptivos a mis locuras sin conexión, después de todo, el espacio que me ha permitido conciliar mis dilemas han estado en otras almas atormentadas.


Así las cosas, ahora he decidido darle un espacio a cada cosa, y respetarlo a morir. Eso no me ha hecho más responsable ni ordenado con el tiempo, pero al menos ahora, no me preocupo por gastar tiempo en algo diferente a los deberes, sino que sé que no es el tiempo de los deberes, lo que me quita la sensación de estar procrastinando, o la culpa por creer que pierdo el tiempo. Llevo un cuaderno para dibujar al que llamo El Cuaderno de Procrastinar y le muestro mis horribles dibujos a todo el mundo, y lo saco cada vez que la clase es demasiado aburrida y cada vez que me vuelo al café de siempre a tomar un tinto con brownie o cada vez que decido hacer un descanso en una jornada larga. Es evidente que no nací para hacer bocetos, pero el ejercicio de dejar llevarse por impulsos mentales es suficiente estímulo para no ahogarse por completo en la monotonía del día a día.


Hay unas cuantas personas que han sido importantes, sólo por el hecho de estar, en darme una esperanza de doble filo (porque la esperanza en una soledad insoluble duele), en escuchar, en opinar, que terminaron en hacerme sentir real, y me ayudaron a descubrir mi identidad. Una esta al otro lado del océano, una fotocopia de mi mente en otro empaque, y la otra parece que nunca tiene suficiente de mí: tal vez tiene demasiado sentido que halla terminado saliendo con una periodista amante de la literatura y de la crónica. A Asia (de la que escribí hace mucho tiempo) incluso le gusta que cante a toda hora, en cualquier lugar, sin razón aparente, mientras que al resto del mundo le parezco un loco (además cada vez que digo algo en mi triste y escaso manejo del francés me abraza con fuerza). También he dejado que mi aburrida conciencia se manifieste en los entornos de siempre, y reconozco los buenos amigos porque aparentemente, siempre reconocieron esos atisbos de locura, y ahora la aceptan sin demasiado drama. Solo me queda terminar, seguir en la rutina que ahora parece llevadera, dejar que mi mente vuele sin más obstáculos que la realidad, y dejar de preocuparme por el futuro, mientras veo la forma de explorar mis pasiones y seguir siendo.