jueves, 16 de octubre de 2008

De otras cumbres

De repente me veo envuelto cada vez más en un mundo en el que no pertenezco. Es uno nuevo, uno diferente a aquel al que me suelo mover, pero este es aún más desgarrador y alienador. No sé que es lo que tengo que siempre me veo rodeado en entornos que no tienen nada que ver con lo que quiero a mi alrededor, pero la desesperación se me está acumulando poco a poco. He ignorado por demasiado tiempo la falta de identificación con el lugar donde estoy, y en estos días poco me ha faltado para dejarlo todo y salir corriendo hacia las montañas, esperando cualquier excusa para que me caiga encima una avalancha de lodo y selva que se lleve consigo todo lo que alguna vez pretendí ser y nunca terminé de completar.
Ya no me entiendo. Ahora resulta difícil seguirme el rastro que antes parecía ser claro y es irónica la forma en que se mueve la marea a la que mi estado de conciencia se somete cada tiempo. Conformismo, tranquilidad, pertenencia... luego desprecio, incertidumbre, desarraigo... luego de nuevo tranquilidad... luego de nuevo locura. Aquel que piensa demasiado nunca será feliz completamente. Pensar demasiado las cosas, calcular las posibilidades, preguntarse por los argumentos, por las personas, por el país, por el mundo, por la soledad, todo termina en una cachetada a la seudo tranquilidad que domina al sujeto incauto y del que a veces es imposible dejar de sentir envidia. Una vida tranquila, sin pensamientos demasiado profundos, mecánica, biológicamente adecuada, medida, incluso impuesta... todo es deseable en ciertos momentos en que no se puede bajar el fusible del sobrecalentamiento mental. De repente es fácil encontrar en las subculturas urbanas una forma fácil de olvidarse de la libertad individual y de la necesidad de tomar elecciones, y aparece un resentimiento por lo que se puede lograr en una situación tal donde las elecciones más sencillas y superficiales parecen ser mucho más satisfactorias que las mías. Al final del día, todo es cuestión de la soledad acumulada. 

Mi máscara social a veces me asombra. Mi capacidad para entablar una conversación, crear un canal de diálogo, o bromear en un grupo nuevo es ciertamente buena. Recuerdo que solía ser un tímido completo sin más, pero ahora se leer la mejor forma que existe para aproximar a las personas, y mi capacidad de improvisación y manejo de gentes debe ser envidiada. Sin embargo, no deja de ser una máscara. La máscara puede estar muy bien confeccionada, y puede parecer muy real, y la he utilizado por tanto tiempo que nadie conoce con certeza que exista algo debajo. Eso es lo más triste, que ya no me sé quitar la máscara, que con el paso del tiempo de me tomé el papel muy en serio, y me toca recordarme cada cierto tiempo la verdadera cara detrás del cuero podrido que la adorna. 

He llegado a la conclusión que el fatídico problema para despertarme temprano es una combinación de falta de interés en el mañana y una falta de sueño por amor a la noche.

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