domingo, 16 de noviembre de 2008

El Cielo y la Ciudad

Terminó más rápido que de costumbre la pequeña clase que dicta los sábados porque no quería que lo atrapara la lluvia en un intento más de llegar ha ningún lugar en una de sus caminatas sin destino. Siempre dicta esa pequeña clase como forma de agradecerle a su profesor de idiomas las clases gratis que suele darle, y aunque tome demasiado la noche anterior, y aunque a veces no llegue a casa, la mañana del sábado no puede faltar a la cita. El mediodía era un típico mediodía bogotano, suficientemente claro para convidar a los transeúntes a salir, pero suficientemente nublado para esperar un diluvio. Desayunó tarde, y sin demasiada prisa por la comida del mediodía, prendió un reproductor de música viejo, y escuchando una elección propia de rock independiente británico, y empezó a caminar de nuevo hacia el sur por la acera principal, sin saber a donde lo llevaría esta vez el impulso de caminar. Esta vez, a diferencia de la mayoría de veces, lo único que cruzaba su mente eran las melodías y las letras de las canciones vibrando en el par de audífonos, y mientras daba un paso, sus manos seguían el recorrido de los trastes imaginarios de una guitarra imaginaria, y tomaban con fuerza las baquetas imaginarias de una batería imaginaria, mientras cantaba a un volumen suficientemente alto como para que lo consideraran un loco.
Caminó más lento que de costumbre, tal vez esperando que la hora de la comida o la amenaza de lluvia terminaran por quitarle el impulso de adentrarse en la ciudad, pero la indecisión se desvaneció, y encendió un cigarrillo en un kiosco en el momento en que empezaban a caer gotas de cielo. Se quitó los lentes, tomó un par de bocanadas de humo, y subió el rostro, disfrutando la forma en que las gotas frías tocaban su piel. Siguió caminando, y disfrutó el momento hasta que sintió que el vértigo de la lluvia aumentaba fuertemente. Buscó refugio rápido en un techo corto a la entrada de una panadería cercana, y terminó el cigarrillo mientras la gente corría de un lado para otro buscando escapar del agua. 
El tiempo pasó al ritmo de la música que escuchaba, el salpicar de las gotas sobre los charcos lo mantuvo distraído por un buen rato. Estaba serio, distante, miraba el cielo, miraba la gente correr. Pensaba en lo poco preparado que estaba para un cambio de clima, pensaba en que tal vez su camino terminaría ahí. Examinó el interior del local. Un par de mujeres estaban refugiándose del cielo, compraron unos panes, y hablaban de algo que no podía distinguir mientras que se reían nerviosamente después de que él las mirara sin ningún interés en particular. Una niña pequeña, con unas botas de caucho y un trapero viejo estaba determinada a combatir la entrada del agua al sótano. Una niña más pequeña aún llegó hasta la puerta, habló sobre un aguacero y le regaló una sonrisa. Cuando él le devolvió con la misma sonrisa, el par de mujeres se conmocionaron, tal vez porque lucía demasiado distante y frío como para sonreír.
El tiempo pasó, compró unas galletas con chocolate con la intención de engañar a su estómago, y observó las noticias de un televisor dañado. Cuando sintió que la lluvia cedía, salió del local y caminó con las manos en los bolsillos de nuevo por la acera. Esta vez el agua lo empapó en cada centímetro seco, y el agua inundó el interior de sus zapatos de tela. Volvió a subir la mirada y sentir las gotas sobre su rostro. Tomó otra estación, y se puso a bailar al ritmo de Futureheads en las escaleras de un edificio viejo. Un sujeto con pocos cabellos en su calva, se tapaba con una agenda la cabeza. Siguió caminando, observaba la gente refugiada, los carros nadando, los árboles inquietos. Entró en un centro comercial, esperó otro rato más al frente de un banco, llegó al frente de un museo y decidió regresar. Tomó el bus, se sentó al lado de una mujer con una perforación en el labio, una chaqueta de jean, y un gorro azul. El diluvio hizo que el tráfico fuera extremadamente lento y en el punto de mayor afluencia vehicular, un par de carros de bomberos termino por paralizar el flujo. Cerró los ojos y se dejó vencer por el tedio y los gases nocivos de los carros. La mujer a su lado también parecía dormir, aunque sintió que se apoyaba cada vez más en él de manera intencional. Llegó a su casa una hora después, cansado, mojado, y sin demasiada satisfacción. El cielo no quiere a la ciudad, e hizo lo posible para convencerlo de su posición.

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