sábado, 16 de agosto de 2008

Dos días - Flaneurie

Los últimos, fueron dos días ejerciendo mi autoproclamado y desconocido oficio de flaneur como pocas veces. Hacía rato no me daba la licencia para seguir los impulsos de ciudad, sin preocuparme de la hora de llegada, ni de los deberes acumulados.
El viernes empezó como cualquier otro: llegué tarde a la clase de la mañana, me dormí toda la segunda clase, y escuché por una hora la charla del demente profesor de constitución mientras intento de algún modo acomodarme en los estrechos pupitres antiguos y hechos para pigmeos donde se dicta esa clase. Esta vez cumplí por primera vez mis labores de monitor, y una coincidencia hizo que el monitor de un par de nuevas estudiantes de administración no asistiera y yo, como buen samaritano, me encargué de explicarles todas sus dudas. El "efecto afrodisíaco del poder" del que alguien me había hablado se notaba en sus caras de admiración. Ya había sentido esa forma en la que las estudiantes calculan sus gestos y piensan sus palabras cuando se dirigen hacia mi cuando soy el que escribe en el tablero, pero nunca he podido acostumbrarme a esa especie de alabanza. Alguien diría que soy un tonto por no utilizar ese magnetismo que el poder confiere, pero tal vez simplemente el efecto groupie no va conmigo.
Esta vez el cielo estaba despejado como pocas veces. Sólo unas pocas nubes evitaban que los rayos del sol llegaran directamente y como resultado el clima estuvo templado, con brisa leve, ideal para caminar y experimentar la ciudad. Esta vez tenía un plan, unas cervezas prometidas y el deber de comprar la boleta para el concierto de Calamaro por la que por tanto tiempo trabajé. Esta vez, igual que la semana anterior, un amigo quiso intentar seguirme el paso. De esta forma la cosa funciona distinta, la conversación hace que el camino se sienta más corto y me convierto en guía, llevando a mi amigo por los caminos que suelo tomar, mostrándole las opciones, los lugares, las historias. Un perro callejero con una cabellera brillante nos escoltó a través del Parque Nacional, y allí comprobé que la torre del reloj restaurada por suizos sigue mostrando la misma hora de siempre. El centro se me presentaba como siempre, con ese especial encanto que ejerce sobre mí y que nadie termina de sentir del mismo modo, con edificios enormes que me hacen sentir pequeño, grandes estructuras de hormigón y acero, y con el Museo Nacional, escondido entre árboles viejos y oscuros, fuera de contexto, con sus altas paredes de piedra y jardines cortos, donde me escapo de vez en cuando. Recorrí mis pasos una nueva vez, pasando por el Planetario, el pequeño bar clandestino cerca de la Plaza de Toros, el Parque de la Independencia a la sombra del edificio más alto de la ciudad, el Museo de Arte Moderno, las salas de cine erótico, la Cinemateca Distrital, teatros, comercios, tiendas de música. Al llegar a la 19, mi compañero ya estaba bastante sorprendido, y lo quedó aun más cuando le mostré que al costado norte del lugar donde mataron a Gaitán, símbolo de lo que alguna vez pudo ser la igualdad social en el país, y con cuya muerte empezaron todos los verdaderos problemas, personaje tan colombiano como la bandera, había una gran tienda de Mac Donald's, justo en el medio de unas paredes que cuentan la historia de Colombia.
Llegamos hasta la plaza de Bolívar, y por no tener una cámara conmigo me perdí una de las mejores fotos que algún día pude haber: bajo la sombra de la buhardilla de un local cerrado, sentada sobre una tela azul oscura, con una gorra roja y sucia por el tiempo, una anciana vendía manzanilla. Tenía la apariencia de haber llegado a sus 86 años tal vez, y la encontré baja, corvada, bien sentada sobre un bordillo frente la puerta en la que improvisaba su expendio. Llevaba una oscura y larga falda, unas medias cortas y unas zapatillas de tela delgadas que caracterizan a las personas de edad. Un saco de lana azul abierto terminaba su presentación, y su rostro arrugado y de mejillas bien definidas era especial. Miraba hacia el horizonte, sentada de manera ortopédicamente correcta, con las manos sobre su falda, olvidándose de su mercancía,y todas las arrugas de su rostro se alineaban de manera que sus ojos y los pliegues en la piel tuvieran el mismo punto de fuga en la mira.
La plaza estaba siendo preparada para el cierre del festival de verano. Poco después, esa misma tarima que se ensamblaba se mantuvo para rendirle tributo a la fundadora y motor del Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá.
Pasamos un rato tomando las delicias del Juan Valdez de la casa de la moneda, y obtuve más monedas de recuerdo acuñadas en el lugar. Nos reunimos con un tercer amigo y subimos hasta el Chorro de Quevedo. 
En la Candelaria, cada vez que se abren los ojos, o se gira la mirada, se obtiene una postal. La arquitectura antigua le da un toque romántico al lugar, y en los fines de semana, las hordas de universitarios listos para la vida nocturna empiezan a poblar la antigua ciudad. Esa noche, la luna estaba prácticamente llena, y los ánimos estaban ideales para pasar un buen momento.
Cerveza, Rock'n Roll y amigos. Esa fue la velada. Entramos a un agradable pub cercano a la calle del embudo, con pisos de madera, escaleras de madera, y lugares íntimos y de poca iluminación. Hablamos de todo, de mujeres, de música, de la vida, del país, de música, de mujeres y de mujeres. Tal vez hablamos demasiado de mujeres, pero una de aquellas ideales que nos imaginábamos apareció de repente en una mesa cercana, haciéndonos perder el aliento y dejar volar la imaginación por un buen lapso de tiempo. Salimos, con el alcohol dentro de la cabeza, con el cansancio de la jornada, pero con una satisfacción que no sentíamos desde hacía demasiado tiempo. En el bus de regreso, tal vez víctima de una sinapsis nerviosa lenta, intenté leer otro capítulo de El Gran Gatsby, pero sólo me gané un dolor de ojos.

El sábado tuve una agradable velada solitaria, como las que solía tener. Después de la clase de la mañana donde volví a hacer el papel de profesor, saqué Los Hermanos Karamazov de la biblioteca y volví a adentrarme a la ciudad. Esta vez quería observar una exposición de fotografía en el Planetario Distrital. Caminé un rato hasta el Museo Nacional, donde hice un esfuerzo sobrenatural para subir una empinada pendiente en el costado norte del museo hacia la Carrera quinta. En la mitad del acenso prometí no volver a fumar y maldije a Dostoievski por haber escrito un libro de más de 1000 páginas que me hacía perder el aliento. Al llegar arriba, después de recuperar el aire, pedí perdón a Dostoievski y observé una hermosa exposición al aire libre de fotografía de exteriores, parte también del proyecto al que planeaba asistir. Eran fotografías en gran formato de aves de jardines silvestres. El verde de la naturaleza plasmada en las imágenes me tranquilizó, y era fácil sonreír al reconocer las aves comunes de la ciudad. Compré un sandwich, un jugo, y un par de cigarrillos y me senté en una banca sobre el Parque de la Independencia. El viento era fuerte, los caminos de ladrillo estaban repletos de hojas secas y amarillas, y se acumulaban de forma certera sobre todo el follaje, dándole un aspecto descuidado al lugar. Mientras comía, unos niños jugaban y gritaban en un carrusel olvidado por el tiempo pero revivido por la imaginación de los infantes, que soñaban sobre los corceles de pasta ya sin pintura que se mantenían estáticos sobre un eje oxidado. El viento me apagó 3 cerillas, y como en una película, la última funcionó para darme la bocanada de humo nocivo que a veces utilizo para aceitar las neuronas. Empecé a leer el libro, y miraba de vez en cuando al cielo sin nubes y a los niños ruidosos, mientras las palabras me transportaban a un lejano lugar ruso. Después de un par de capítulos, bajé al Planetario, y entre los arbustos del parque descubrí una escultura de Copérnico algo rústica, pero con la intención de celebrar la astronomía.
La exposición de fotografía fue más pequeña de lo que pensaba. El fotógrafo (René Peña creo) poseía una cámara que le permitía tomar primerísimos planos, y decidió mostrar una serie llamada ¨Man Made Materials", donde diferentes partes del cuerpo eran fotografiadas, revelando texturas impresionantes, y patrones surrealistas, todo sobre nuestra propia piel.
Al terminar allí, y comprobar que me dolía aún más que el día anterior haber perdido la posibilidad de fotografiar a la vendedora de manzanilla, decidí que mi próximo propósito es una buena cámara. La tarde terminó en un centro comercial, y con la boleta de Calamaro en la mano :)

El contraste de mis caminatas en solitario y aquellas con algún tipo de compañía fue algo necesario. Por un lado, compartir las pasiones, y tener alguien receptivo a ellas, es gratificante. Suelo ser más bien social, y compartir un paseo por la ciudad cultiva una amistad. Pero el hecho es que siempre he sido un espíritu solitario, creo que no vale la pena buscar otra forma de decirlo, aunque no por eso me sienta aislado, y he aprendido que no debo esperar que alguien tenga una locura tan específica como la mía. Flaneur después de todo, experimentando los parajes de la ciudad, cantando por la acera, mirando en las ventanas. Dos días que merecen recordarse.

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