domingo, 11 de marzo de 2012

Leer afuera

Kafka pensó en un animal. El topo era perfecto para los monólogos y la descripción a partir de los sonidos. La cucaracha era perfecta para describir el encierro de la familia. La alegoría del caballo era demasiado evidente.

J. pensó en iniciar por describir la escena del café. Nunca se había percatado que a veces no era necesario delinear el escenario más que por algunas pinceladas. Lo importante era marcar el tiempo de la acción. Tendría que utilizar correctamente las palabras requeridas para documentar el paso de los segundos.

Kafka en Praga. La ciudad que conoció de primera mano la historia europea sin ser la protagonista de los libros de historia. Sufrió de las inclemencias de las guerras, hambrunas, invasiones, tergiversaciones ideológicas, socialismo, capitalismo, feudalismo, estupidez. Kafka pertenecía a esa raza capaz de entender el dramatismo del alma humana sin caer en el fatalismo del alma rusa de Dostoievsky, sin caer en el optimismo romántico del renacimiento francés, sin el sensible fatalismo de occidente. Cuando un occidental lee a Kafka, no encuentra Nihilista. Cuando un oriental lee a Kafka lo encuentra ridículamente neutro.

J. se quitó los lentes. Su miopía era la misma miopía de los pintores impresionistas. A la distancia, en las horas de los árboles iluminados por la amarilla luz artificial del farol de la avenida, reconoció la caricia del viento frío de la noche en la ciudad. A más de tres metros, las imágenes parecían más pinceladas que fotografías, y los rostros eran versiones difuminadas de retratos en pastel, sin bordes. Prefería su visión difusa a un mundo perfectamente delimitado. Solo se preguntaba cuántas estrellas más veían los demás en el cielo.

Parejas. El hombre tiende a juntarse en pares. Solía observar con detalles las expresiones corporales a su alrededor. En la noche, el café solía llevarse de parejas que intentaban ocultar sus intenciones tras una conversación. Un hombre en un costado de las pequeñas mesas circulares y al otro lado una mujer. Al sentarse, se traza una línea invisible en el diámetro de la mesa que no pueden atravesar las manos de los jugadores. El juego inicia con cada pieza del tablero en su costado.
Piden algo de tomar. Las blancas mueven: el hombre propone un brindis y lleva la copa hasta el borde de su territorio, adentrándose por primera vez en las defensas todavía expectantes de las fichas negras.
Las negras mueven: responden con un cierre temporal del tránsito por el canal de acceso, se cruza de brazos y toma un sorbo de coctel mientras mira a otro lugar.
J. identifica el turno en el tablero del el ángulo del tronco del cuerpo de él sobre la silla. Es matemático. En cada maniobra, el jugador intenta acercarse más al terreno contrario, y su ángulo pélvico se reduce. Al terminar la jugada, el ángulo vuelve a su posición inicial o se torna obtuso en una jugada de defensa.

J. se toma un sorbo de cerveza negra. La cerveza negra y el Tom Collins son los únicos placeres por los que le interesa conservar un mal pago trabajo de oficina. Se acaba la gasolina en su encendedor y desiste de prender un nuevo cigarrillo., Se tiende sobre la silla incómoda y su ángulo pélvico es ahora obtuso: era el turno de la soledad.

Kafka se burla del hombre en 1912.

Se acaba la cerveza negra y pide la cuenta.

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